Guisando fue declarado en 1974 Conjunto Histórico Artístico y Pintoresco. Su belleza está reflejada en las plazas irregulares (la principal de 1905), en las casas de mampostería y en sus calles de sabor andaluz, con fachadas de gigantescos aleros y generosas solanas de madera que imitan las balaustradas de los palacios y el modelo de palacio de Yuste. Estos balcones volados están unidos a un desarrollo de tablas recortadas, con pies derechos y zapatas, en ocasiones, acogen el alero y sus canacillos de perfil variado que dinamizan las bellísimas casas blancas y las desaparecidas de color añil, creando juegos lumínicos de gran plasticidad. Sus casas entramadas destacan los pies derechos y las vigas, los codales y las tornapuntas, con un número variado e indeterminado de cuarteles con plementería y material variable que cierra la estructura. Una cosa popular de los años treinta evoca la arquitectura de Marruecos, es la Casita Blanca. Una obra inédita en la zona que, realizada bajo los criterios estéticos de Donato Mateos, contiene una terraza superior que corona y cierra el cubo de la casa albergando una grandiosa y simbólica Chimenea-torre.
Mención aparte merecen las fuentes, las chimeneas y los remates de los tejados. La Funte Grande es un símbolo del pueblo y fue realizada en 1893 según diseño de Isidoro Moreno, con un pilón de cantería rectangular de 2,50 por 2 metros, con antepechos de 90 centímetros de altura y con un árbol de subiente de donde partían los tres caños y tres piezas para posar los cántaros.
Presentan las chimeneas planta rectangular y estructura troncopiramidal, sobresaliendo del tejado a modo de torres. Estas son construidas de ladrillo o adobes recubiertas con barro y blanqueadas. A menudo aparece una decoración en la que predominan los motivos simbólicos de tipo solar, corrientes en el arte pastoril y comunes también en los dinteles de las puertas. Otras veces, los tejadillos o gran tejado se cubren con remates y adornos formado con trozos curvos de teja, símbolo que evoca al mundo alado, el águila como elemento protector de la casa. Costumbres locales que aparecen también en el mobiliario y que pertenecen a culturas ancestrales como la celta.
Por otro lado, el sello mudéjar lo refleja una bella casa de finales del siglo XIX que perteneció a José Mateos y Dámasa Fraile, donde destaca su estructura vertical con grandioso sobrado e interesantes chimeneas al interior y al exterior. Esta obra tiene una forma irregular que contrasta con las plantillas utilizadas, un criterio impuesto desde el siglo XVI con firmeza donde círculos o temas florales van tapando la piedra. Las formas geométricas o el sentido ondulante del Lilo son algunas de las propuestas de las láminas mas generalizadas. El esgrafiado es, por lo tanto, una técnica mural que, sobre las superficies enlucidas, juega con tonalidades y efectos propios de la pintura. Materiales como la cal, la arena y el color adoptan el carácter de telón, de escenografía viva para ennoblecer los muros.
Su iglesia moderna es de planta de salón y está enriquecida por un espectacular conjunto de arquitectura popular que la rodea. La iglesia fue demolida en los años setenta y en el año ochenta se empezó la obra. Lo mas destacado de realizó en 1989, cuando entran en escena una familia de artesanos de la madera para ejecutar el remate, las ventanas y las puertas que forman cuerpos móviles. Es un artesonado macizo de madera de pino del país, que consiste en un carco de tres piezas que cubre las vigas de hierro, que formando una estructura de te techo que soporta el tejado. Un difícil trabajo de 225 metros realizado por Antonio López con sus hijos Antonio y Luis, artífices de un genial esfuerzo que se fue modificando “sobre la marcha” hasta crear un artesonado de construcción doble, con vigas de carga y falsas vigas.
Finalmente, la capa barniz grotas de ocre iguala el tono de la madera y sobre el altar se deja una trampilla de acceso al artesonado donde están los nombres de los artistas. Esta obra de madera incorpora calidez a un interior que no tiene el pintoresquismo y la belleza de la anterior. Aquella iglesia destruida tenía un amplio coro y un presbiterio con cerámica talaverana de gran valor, así con pinturas neorrenacentistas realizadas por la mano genial de Eduardo Martínez Vázquez. Todo fue destruido, pese a que Fernando Chueca Gotilla realizó un impecable proyecto de reforma de la obra destruida.
Su interés se centra en las imágenes y en el bello retablo de la Capilla Mayor cuidadosamente restaurado por el pintor Rafael Calvín. Una obra de renacimiento rústico que se estructura con una bellísima arquitectura popular plateresca, con serpenteantes formas que son rematados por pináculos y roleos que, nuevamente, expresan el sentido orgánico de la obra y la emulación de las formas espirales de la naturaleza que impregnan la norma de los órdenes.
El conjunto está definido por cuatro tablas y dos hornacinas con esculturas barrocas. Destaca la imagen de la Virgen, en actitud orante con las manos juntas y con el manto recogido en el brazo izquierdo. Este manto está profusamente decorado y dorado y, como si se tratara de un orfebre, deja ver la maestría de un autor que pertenece a las escuela castellana de principios del siglo XVII, recordado el particular sello de la escuela de Valladolid, dominada por la personalidad de Pedro de la Cuadra y Francisco del Rincón. La similitud entre esta imagen y la Purísima que preside el retablo del Hospital de Simón Ruiz, en Medina del Campo, permite esta aproximación a una época y escuela concreta. También de gran valor es el Cristo crucificado del retablo, acompañado por las imágenes de San Juan y la Virgen bañados en “pan de plata”.
En cuanto a las tablas, parece evidente la mano de dos artistas. San Pedro y San Pablo pertenecen a un autor interesado por resaltar los valores de la perspectiva y admirador del esfumado leonardesco. Se compraron en 1750 y se incorporan en esas fechas al retablo sin tener en cuenta los puntos de vistas preferenciales. Aún así, los pliegues, el rostro y las manos de San Pablo son de gran belleza, su serenidad y melancolía reflejan la capacidad del artista para expresar estados de ánimo. La otras dos pinturas son de mayor calidad aún y están enmarcadas en el manierismo rústico. Llama la atención la monumentalidad de las figuras de la Magdalena y del San Sebastián, que están relacionados con los pintores del retablo de El Arenal. La actitud de San Sebastián entronca con la pintura del XVI y destaca su dinamismo y fuerza expresada en el brillante trabajo anatómico del desnudo. Al fondo de la tabla está un paisaje con neblina, misterioso, contrastado, con ruinas y que representa el mejor paisaje ejecutado en toda la pintura del Valle del Tiétar, La Magdalena, caracterizada con el bote de ungüentos que lleva en las manos, está también fachada en el siglo XVI y destaca el colorido y la factura genial de las mangas de la túnica morisca que viste.
Eduardo Blázquez Mateos, de su libro:
Viaje Artístico por el Valle del Tiétar.